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ISSN 1989-4163

NUMERO 05 - SEPTIEMBRE 2009

 

El Hombre del Viento

Joaquín Lloréns

Mediado el mes de septiembre, la inminencia del ocaso había tendido un manto de calma sobre el farallón próximo a la Torre de Ses Animes. El viento descansaba en el horizonte, oculto por unos estrepitosamente anaranjados cirros. Unos bulliciosos bañistas que reían y chapoteaban bajo el balcón natural desde el que les observaba impedían que el silencio fuera opresivo.

Este rincón, mi favorito para los días en los que me embargaba la melancolía, me inyectaba una singular sensación de paz. Para los días en que el comisario Feliciano me lograba cabrear, prefería la compañía de los borrachos habituales del tugurio de la plaza de Drassana, donde me seguían fiando hasta que me caía de la silla.

Miraba sin ver y el reflejo del sol en el mar inmóvil rebotaba hasta mis pupilas, transformando el paisaje en algo tan difuso como mis pensamientos.

Algo me arrancó de mis cavilaciones, al tiempo que el mar, las montañas y los jóvenes bañistas volvían a recomponer en mi cerebro la imagen equilibrada que, supongo, habían estado formando todo ese tiempo. Antes de que pudiera analizar que había provocado mi regreso al mundo real, oí una voz a mis espaldas que me increpaba.

- ¡Joven!, este es un terreno privado y alguien ha pagado para evi­tar que intrusos como usted violen su onerosa tranquilidad.

- No le falta razón -respondí sorprendido, divertido por escuchar que alguien me llamara joven a mis cuarenta y ocho años, aunque algo picado por el tono, así que me encaré con él-, pero algo me dice que este lugar no le pertenece.

Frente a mí tenía a un hombre maduro que parecía encontrarse en el otoño, sino en el invierno, de su vida. De rostro enjuto, sus vivaces gestos daban una extraña sensación de anacrónica juventud, aunque las rayas que partían de la comisura de sus ojos y se perdían en las sienes, parecían consecuencia de haber corrido más veloz de lo que su propia constitución facial podía soportar, quizás a lomos del Wendigo.

- Es usted muy perspicaz –contestó entrecerrando los ojos, como para estudiarme más atentamente-. Si me atribuyo el papel de celador es porque esa casa que ve a unos quinientos metros en la ladera es mía y, aunque no conozco al propietario de esta cuarterada, estoy seguro que él me agradecería mis desinteresados desvelos por evitar las intrusiones.

- De hecho, así es. Y creo que ha llegado el momento en que puedo darle las gracias por ello.

- jJá, já! -rió con francas carcajadas. Aún entre risas, prosiguió-: No me diga que de verdad es usted el dueño...

Había comprado el terreno hacía más de dos décadas, cuando comencé mi carrera de policía. En aquella época, aún tenía el sueño de ser feliz y construir un hogar sobre aquella privilegiada atalaya sobre el Mediterráneo. Tras años de contemplar, obligado por mi trabajo, la mezquindad y la crueldad de mis congéneres, había abandonado el idealista proyecto.

- Efectivamente… Y, ya que somos vecinos, llámeme Cenizo, que es mi “mal nom”.

- ¡De mil amores! , y que el tuteo sea mutuo. Mi nombre es Tomeu, Tomeu S. -replicó alargando una mano cuarteada y de largos dedos.

Sacudimos nuestros brazos al tiempo que Tomeu ejercía una firme presión en mi mano, sorprendente para su avanzada edad. Su porte era elegante, aunque campechano y vestía una chaqueta deportiva marrón oscuro, de finos cuadros verdes y rojizos, unos pantalones de idéntico tono a la chaqueta y calzaba unos zapatos gastados, pero inmaculadamente limpios, lo cual, teniendo en cuenta que nos encontrábamos en medio de un camino sin asfaltar, servía de muy buena presentación. Mis zapatos no merecían tan buenos adjetivos.

- Pero, por favor..., Cenizo -añadió sacando a relucir una hermosa sonrisa-, este encuentro hay que festejarlo de algún modo. Permítame… perdón, permíteme que te ofrezca algo de beber en mi casa.

- Encantado –contesté, curioso por conocer algo más a aquel hombre.

Al tiempo, un súbito escalofrío me recorrió el espinazo. Recordé qué me había sacado hacía un rato de mi abstracción; una fría brisa que se había levantado instantes antes de que mi peculiar vecino me hubiera interpelado.

Paseamos por el polvoriento camino hasta su casa mientras sosteníamos una animada conversación. No diré lo qué le conté sobre mí, pues evito aburrir injustificadamente. En cuanto a él, de familia de profunda raigambre mallorquina, había cursado estudios de antropología y vivía holgadamente de las rentas familiares que sus parientes no habían podido, o querido, gastar en vida y de algunos artículos que escribía para una revista especializada en el folclore internacional.

Parecía sumamente culto y del conciso relato de sus hábitos se deducía una vida ordenada, casi monástica. Sin embargo, tras un comentario sin especial interés sobre el sahariano verano que habíamos padecido, lanzó una extraña mirada, como si viera algo desconcertante a mi espalda. Me volví rápidamente, mas nada en el paisaje justificaba su intrigante expresión.

Un nuevo escalofrío me recorrió. ¡Maldita sea!, me dije. Me había destemplado por esa pertinaz corriente de aire frío pero, en el fondo, tras un verano tan caluroso, era casi una delicia temblar de nuevo.

La casa de Tomeu era como él mismo. Agradable pero vagamente inquietante. Su salón, con restos cenicientos de madera en la chimenea, estaba abigarrado de esculturas africanas, orientales y, sobre todo, sudamericanas.

- Cenizo, ¿qué te apetece beber para templarte?

Debía haberse percatado de mi extemporáneo frío

- Unas hierbas secas, gracias.

- Ya he notado que le afecta mucho el viento que siempre me sigue –añadió inesperadamente-, pero no se apure. Al punto que abandone mi compañía, desaparecerá.

Me quede mirándole interrogante mientras servia dos vasos. Mis repentinas sospechas sobre su salud mental debieron ser muy evidentes pues, sin darme tiempo a decir nada, inquirió:

- ¿Crees en la brujería, Cenizo?

No cabía duda de que Tomeu sabía como crear un ambiente de desasosiego. Un nuevo escalofrío me recorrió las extremidades.

- La verdad es que no -respondí-. Todas esas tonterías del horóscopo, los aquelarres, papiromancia, quiromancia...

- No, no me refiero a ese tipo -me interrumpió-. Imagino que serás de los que, como Borges, crees que ese tipo de escenas que ves y sientes que ya has vivido, el "déjà vu" de los franceses, es únicamente debido a estados de agotamiento físico, ¿no es así?

- En realidad nunca me lo he planteado seriamente. Opino que son sueños que tenemos y, como tenemos miles, siempre tiene que haber alguno que se asemeje a alguna escena del futuro o del pasado.

- Si y no, Cenizo. En realidad, como Castaneda y tantos otros han atestiguado, el hombre común solo percibe un estado de la realidad, pero hay otros. En determinados "lugares de poder" -su tono se hizo grave- podemos encontrar fuerzas que nos ayuden a realizar tareas que consideraríamos inconcebibles. Cuando, accidentalmente, alguien alcanza estos estados, los relega al subconsciente, pero hay quien ha ido más lejos y puede ir y volver a estas otras realidades.

Apuramos nuestros vasos y Tomeu sirvió una nueva ronda.

- Yo, por ejemplo –afirmó rotundo-. Hace quince anos me enamoré locamente de una portuguesa que se mudo a una casa próxima a la mía. Se llamaba Ramona y era de una belleza casi insultante. Alta, de tez morena y ojos del color azul del mar en el cabo Salinas, tenía un cuerpo voluptuoso y sus gestos evocaban el culto al placer que algunos antiguos paganos profesaban. Me recordaba a una estatua griega que había visto fotografiada en un libro y que representaba a una lamia. Consiguió obsesionarme de tal modo que me convertí en su esclavo, no logrando a cambio de mi idolatría sino amables sonrisas, como suele suceder.

Esbozó una amarga sonrisa e hizo una pausa para beber de un trago sus hierbas. Tras rellenar nuevamente las copas, prosiguió:

- Desesperado, como solo ocurre con los amores imposibles, acometí de un modo fanático la práctica de cierta brujería aprendida durante mis estudios antropológicos en Sudamérica. Cualquier medio era válido para poseer y doblegar a aquella mujer. Por eso compré esta casa. –Señaló a nuestro alrededor-. Es un espacio lleno de "poder". La costa noroeste de la isla cuenta con varios de estos lugares. Así, logré atraer un aliado de otro estado de conciencia. Para quien ve las otras realidades, el aliado se percibe de una forma personal; un gato, una piedra,... El mío es el viento, como has sentido. -De pronto se interrumpió bruscamente como si escuchara algo más allá de los muros de marés y, tras unos segundos que a mí se me antojaron minutos, dijo-: Temo estar aburriéndote.

Su mirada era terrible. Le aseguré que nada más lejos de la realidad y le pedí, insaciable, que rellenara de nuevo mi vaso de hierbas. Siempre me ha sido más cómodo escuchar un monólogo, interesante o no, entre suaves brumas etílicas. Mientras llenaba ambos, continuó:

- Con el aliado, la conseguí. La lujuria que tomó forma en ella era desbocada. Incluso para mi, que había sido mudo espectador de las bestiales orgías de Sardanápalo en Mesopotamia. Creo que la sobredosis de placer con dolor, de dulzura con violencia, de impudicia y de intercambio de fluidos fue tal que me han de compensar por mi falta de inmortalidad. Sólo aquel que haya sido deseado por una demente puede hacerse una idea aproximada de lo que le cuento. Fue mía de tal modo que, cuando salía de viaje por varios días, a mi regreso la encontraba exánime y pálida pues, en tanto no estuviera a su lado, no era capaz de comer; ni tan siquiera dormir. Era una entrega absoluta pero, de algún modo, tan desdichada como lo había sido antes su desinterés. Luego supe de mi impruden­cia; si ella hubiera sido más fuerte que yo, el aliado se hubiera vuelto contra mí y hubiera supuesto mi fin.

Bebí el líquido de un trago y volví a llenar mi vaso.

- Poco a poco fui consciente de que el esfuerzo de tener siempre a mi lado al aliado para que su pasión no disminuyera, hacia más difícil alejarlo cuando lo deseaba. Llegó un día en que no lo conseguí. Me desesperó esta esclavitud no pretendida y culpé de ello a Ramona. Poco a poco, sin darme cuenta, mi ahíta lujuria se transfiguró en odio. Una mañana salí a comprar y no regresé. Mi ausencia duró un mes y ella murió en el ínterin. A pesar de que los médicos, pobres ignorantes, no supieron encontrar la causa, yo sé perfectamente de qué murió: de sueño, incapaz de conciliarlo. Ahora me arrepiento profundamente –bajó la cabeza y quedó mirando el suelo de terracota- de haber actuado de tal modo, pero el pasado no tiene remedio –sentenció con amargura-. Desde entonces, el aliado me acompaña inmisericorde. Es ese viento helado que has notado y notas ahora. Este viento que un día me llevará con él.

No pude más. Pensando que Tomeu estaba completamente trastornado por el fatídico efecto del viento de tramontana, me levanté y, sin decir palabra, me marché corriendo de su casa, de un modo un tanto indigno para un inspector de policía, al tiempo que el eco de unas monumentales risotadas me perseguía en mi vergonzosa huida. No sé si seria el alcohol ingerido pero al salir de la casa se levantó un viento terrible que parecía luchar por impedirme la marcha. Imaginé que sólo era una mala jugada de mí su­gestionada imaginación pero, entre las ráfagas de viento, me parecía oír las cínicas carcajadas una y otra vez, como si las mismas formaran un remolino de aire a mí alrededor y no dejaran escapar las hondas sónicas que las trasmitían. Una nube, más oscura que la misma noche cubría toda la falda del monte, desde Ses Animes hasta el mar. A duras penas, conseguí montar en mi automóvil y mar­char de allí.

A la mañana siguiente, la prensa se hacía eco del fenómeno atmosférico, definido por los meteorólogos como galerna con vientos de más de cien kilómetros por hora.

No he vuelto a ver jamás a Tomeu y aquel rincón dejó de ser el favorito para mis melancólicos paseos. Incluso, la misma melancolía ha desaparecido de mi vida para dejar espacio más amplio a la amargura.
Tres años más tarde, regresé para mostrar el terreno a unos alemanes, quienes, encontrándolo de su agrado, decidieron comprarlo.

Durante la visita, había visto desde la distancia la casa de Tomeu con las persianas echadas y el jardín abando­nado, así que aproveché la visita obligada a la notaría para la compraventa y pregunté al notario por mi vecino, no sin dejar de sentir una ab­surda incomodidad.

- No lo sé –me dijo-. Tomeu era un hombre muy excéntrico y de pocos amigos. Desapareció de la noche a la mañana. La última vez que se le vio, fue a mediados de septiembre, hace tres años; una noche en que se levantó un temporal terrible, con vientos de ciento cuarenta kilómetros por hora. Todavía se recuerda por aquí.

Al salir del despacho, se había levantado una suave brisa, agradable y constante. Posteriormente me he percatado de que cada vez que salgo al aire libre parece estar esperándome esa especie de hálito. No sé si es obsesión mía o si es el aliado. La gente nota solo eso, aire. Yo siento que esa corriente me empuja. Y siempre hacia el noroeste. No sé que hacer. Supongo que antes o después abandonaré mi casa y marcharé al noroeste, donde sé que alguien o algo me aguardan.

 
 
Viento

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